El iceberg

Recopilar la información que se necesite, sacarla de las fuentes, volcarla en la misma báscula y dejar que se congele.

De este modo la solución aparece sola. Es la receta de la intuición espontánea: dejar que la destilación de los fluidos que nos motivan o preocupan se compriman en un polo.

Al quedar toda duda racional resuelta el mar entra en calma y el ibeberg sólo tiene que mostrar su punta, sin demostrar ya nada.

Entonces ese pincho de hielo puede ponernos en marcha.

Hará de detonador, de vivora en el culo con el veneno que nos recuerde que si somos conscientes del tiempo es que lo gastamos mal.

Pero tenemos que olvidarnos de los cojines, eso es necesario.

Y luego, al poco de zarpar, hay que atreverse a soltar las manos y a dejarse guiar por nuestra brujúla, es por ello que bombea, se trata de nuestro motor: rendirnos a sus caprichos.

Es él quien sabe de qué va nuestra película.

El norte

Antes de partir: El Norte, situado entre montañas.

Importa tenerlo claro. Toda referencia formal parte de una convicción.
Y se necesita para entendernos.

Luego vendrá la brújula, que marcará la dirección y nos hará de guía.

Brújula sin paciencia no sirve.
Paciencia sin brújula tampoco.

Antes de sacarla: dejar el camino libre.
Porque una vez en marcha el tiempo deja de importar.

Zarpar

En la rendición sincera no hay queja. Sólo queda callar.

Y en silencio uno se atenta.

La atención es la ganzúa.

Entonces el viaje empieza.

Y zarpar es lanzar la garra al aire para cazar una estrella
y en el intento el principio se hace verbo
y el mar empieza a moverse.

Puerto

Desde principios de siglo empezaba mis viajes llevando un cuaderno azúl.
Descargaba la mente en ellos intentando soltar peso.
El lastre esparcido por las hojas acumulaba cuadernos.
Tuve que enumerárlos para aparcárlos cuando estaban llenos.

El objetivo era el orden.
Aún creía que fechando y guardando imágenes y textos me estaba acercando a él.

Ahora que pasó el tiempo entiendo que el viaje al orden dura un segundo
y se hace sin esfuerzo.

Desde la tranquilidad del que al fín se ha rendido,
dejándo atrás toda lucha y promesa de cambio.

Desde la actitud canalla de no querer intentarlo más.
Entonces sucede el milagro.